El último día
de Numancia (1881) de Alejo Vera. Diputación Provincial de Soria.
En el siglo II a.C. Roma era la potencia indiscutible del
Mediterráneo. Recién derrotada Cartago, al norte de África, los romanos se
adentraban cada vez más en la Península Ibérica y gravaban con sus impuestos a
las tribus celtíberas de la meseta, pero una ciudad arévaca, Numancia, mantuvo
en vilo al Senado durante veinte años de enfrentamientos.
Pero, ¿por qué se convirtió Numancia en un símbolo de la
resistencia a Roma? Empecemos por el principio. Segeda, capital de los Belos,
pueblo vecino de Numancia, que no cumplía con el envío de soldados para servir
en el ejército romano y se negaba a pagar impuestos, decidió fortificarse en el
año 153 a.C. lo que fue tomado por los romanos como una provocación y el Senado
romano envió al cónsul Quinto Fulvio Nobilior para castigar esta indisciplina
(segunda guerra celtíbera, 154 a 151 a.C.). Ante el ataque romano los
segedenses corrieron a refugiarse tras los muros de la ciudad arévaca de
Numancia, que contaba con una sólida muralla de protección. Los romanos, con un
ejército de 30.000 hombres, fueron incapaces de tomar la ciudad y tras su
fracaso Fulvio Nobilior comenzó su asedio. En uno de los enfrentamientos entre
los romanos y los defensores de la ciudad se produjo el ataque con piedras a
los diez elefantes que el rey númida Masinisa había enviado como refuerzo a los
romanos, ante esta agresión los animales enloquecieron y sembraron la confusión
entre sus propias filas, lo que provocó el contraataque de numantinos y
segedenses, siendo las pérdidas romanas de miles de soldados. El 23 de agosto
de aquel año pasó a considerarse un día aciago para Roma.
Desde ese momento Numancia fue un «punto negro» en el mapa
expansionista de la República. En el año 143 a.C. los celtíberos volvieron a
levantarse en armas contra los romanos. Cinco cónsules fracasaron en el intento
de conquista de Numancia y los tres siguientes ni siquiera se atrevieron a
acometer el asalto.
Finalmente, el Senado decidió enviar, en el 134 a.C., con la
finalidad de resolver de manera definitiva el problema de Numancia, a una
leyenda viviente, Publio Cornelio Escipión Emiliano, El Africano Menor,
célebre destructor de Cartago en el 146 a.C., para el que se hizo una excepción
nombrándole cónsul sin haber transcurrido 10 años desde su anterior
nombramiento. Más astuto que sus predecesores, Escipión arrasó en primer lugar
a los aliados de Numancia, para que la ciudad se quedara sin suministro de provisiones,
y, en términos puramente militares, restableció la disciplina militar, impuso
un durísimo entrenamiento, expulsó a mercaderes, rameras y adivinos, requisó
miles de objetos de lujo a los soldados y obligó a todos, desde soldados a
generales, a dormir en el suelo.
Hizo construir, en menos de tres meses, una imponente obra de
ingeniería bélica, concebida para que nadie pudiera escapar de Numancia. Para
ello rodearon la ciudad con una muralla y un foso de nueve kilómetros de
perímetro y, alrededor de esta muralla, se instalaron siete campamentos y dos
fortificaciones y con sus 60.000 hombres, entre legionarios y tropas auxiliares
indígenas, pusieron cerco a los 4.000 hombres que defendían la ciudad.
Tan sólo una vez los numantinos burlaron el cerco, siendo un
jefe, llamado Retógenes, el que salió de la ciudad acompañado por diez
guerreros, a pedir ayuda a otras ciudades de su tribu.
No había posibilidad de salvación para Numancia, la ciudad se
rindió el 6 de agosto del 133 a.C., tras quince meses de asedio y veinte de
guerra (del 153 al 133 a.C.). El hambre había diezmado la población que, según
la leyenda, se alimentó de carne humana. Muchos de sus moradores prefirieron
poner fin a sus vidas y a las de sus familias antes de caer en manos romanas.
El resto fueron tomados como esclavos y los romanos incendiaron sus casas y
sembraron de sal sus campos para volverlos yermos.
Escipión Emiliano regresó a Roma rodeado de honores y un gran
botín, su victoria le valió un nuevo apodo, Numantino. Su triunfo trajo
una era de paz a Hispania que se mantuvo hasta el inicio de la guerra de
Sertorio (82 a 72 a.C.).
Tras el posterior conflicto de las «Guerras Cántabras» (29 a
19 a.C.) la península acabó asumiendo totalmente la «romanización», perdiendo
con ello sus primitivas raíces.
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