miércoles, 20 de julio de 2022

CRESPON NEGRO EN HONOR A LA CUARDIA CIVIL


La muerte del teniente coronel de la Guardia Civil jefe de la Unidad Especial de Intervención, Pedro Alfonso Casado, ha puesto sobre la mesa el debate sobre si un agente de la autoridad debe hacer uso de su arma reglamentaria cuando tenga indicios razonables que su vida está en peligro o para detener a quien transgrede la ley.

De 50 años de edad, casado, padre de dos hijos, se forjó en el Grupo Antiterrorista Rural (GAR), punta de lanza de la Guardia Civil para enfrentarse a los comandos etarras -es bueno recordarlo, ahora que quieren vendernos que fueron unos santos varones en vez de asesinos sin escrúpulos de tiro en la nuca a traición- hasta pasar a la Unidad Especial de Intervención (UEI), unidad de élite de la Guardia Civil que se enfrenta a las misiones policiales más duras, en la que llevaba prestando servicio desde hace muchos años.

Personado al frente de su equipo en la localidad vallisoletana de Santovenia de Pisuerga desde su acuartelamiento en Valdemoro para negociar la entrega de un drogadicto, que vivía de okupa en una vivienda en un edificio en el que hay varias de ellas okupadas, con antecedentes penales, que horas antes ya había matado a otro vecino del inmueble por una discusión, y que mantenía como rehén a la pareja de su propia hija. Será presunto drogadicto, okupa, delincuente, secuestrador, asesino, pero no tonto. Era consciente de lo que había hecho y se entregó pacíficamente a las dos de la tarde para que su abogado pueda coger con pinzas su defensa de “entrega voluntaria”.

El equipo de la UEI había llegado al pueblo a las siete de la mañana; el teniente coronel Pedro Alfonso Casado se encontraba junto al negociador, a escasos metros del delincuente, con el chaleco antibalas y casco reglamentario puesto, y sobre las ocho y cuarto de la mañana, el asesino, presunto según la ley, efectuó “un disparo a ciegas”, con tanta puntería que atravesó el cerebro de este guardia civil que, con el espíritu y cumplimiento del deber, no puede hacer uso de su arma reglamentaria en una democracia imperfecta como la española, aunque su vida se vea amenazada, dándole esa ventaja al delincuente, que dispara ocurriendo lo inevitable, y lo inevitable es que el agente pierde la vida y el asesino la conserva.

Luego vienen los plañideros y las lágrimas fingidas de quienes han antepuesto los derechos de quienes se saltan la ley, porque algún día pueden ser ellos los que se encuentren en tal situación, ante los de los ciudadanos honrados y cumplidores, y ante la policía y resto de fuerzas de seguridad del estado, pues el Código Penal español es tan benévolo con el delincuente como duro con el agente que ose hacer un disparo, dé o no en el objetivo sobre el que se hace. Él cumplirá con su deber, obedecerá hasta morir y su asesino, en el mejor de los casos, será condenado a prisión, bien mantenido, cuidado y sin ninguna responsabilidad de trabajo, tendrá sus días señalados de alivio sexual, permisos carcelarios y, si es amigo de alguien importante o necesario para que alguien siga u obtenga el poder, será amnistiado.


Solamente nos acordamos de Santa Bárbara cuando truena. Pero hay demasiadas tormentas en la España actual. Acabo estas líneas con mi pésame a la familia del teniente coronel caído en el cumplimiento de su deber, a la Guardia Civil en su totalidad, que algún sepulcro blanqueado lamenta ahora cuando antes vilipendió llamándoles “piolines”, y poniendo un crespón negro más en la historia de España.

Antonio Campos.

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